Este capítulo es tan bueno que tuve que compartirlo todo. Lo que estás a punto de leer es el Capítulo 1 del libro 'Patriarcas y Profetas' de Elena G. de White.
Capítulo 1—El origen del mal
“Dios es Amor”. Su naturaleza y su ley son amor. Lo han sido siempre, y lo serán para siempre. “El Alto y Sublime, el que habita la eternidad”, cuyos “caminos son eternos”, no cambia. En él “no hay mudanza, ni sombra de variación”.Cada manifestación del poder creador es una expresión del amor infinito. La soberanía de Dios encierra plenitud de bendiciones para todos los seres creados. El salmista dice:
“Tuyo es el brazo potente;
fuerte es tu mano, exaltada tu diestra.
Justicia y derecho son el cimiento de tu trono;
misericordia y verdad van delante de tu rostro.
Bienaventurado el pueblo que sabe aclamarte;
andará, Jehová, a la luz de tu rostro.
En tu nombre se alegrará todo el día
y en tu justicia será enaltecido,
porque tú eres la gloria de su potencia [...].
Jehová es nuestro escudo;
nuestro rey es el Santo de Israel”. Salmos 89:13-18.
La historia del gran conflicto entre el bien y el mal, desde que principió en el cielo hasta el final abatimiento de la rebelión y la total extirpación del pecado, es también una demostración del inmutable amor de Dios.El soberano del universo no estaba solo en su obra benéfica. Tuvo un compañero, un colaborador que podía apreciar sus designios, y que podía compartir su regocijo al brindar felicidad a los seres creados. “En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios”. Juan 1:1, 2. Cristo, el Verbo, el Unigénito de Dios, era uno solo con el Padre eterno, uno solo en naturaleza, en carácter y en propósitos; era el único ser que podía penetrar en todos los designios y fines de Dios. “Se llamará su nombre “Admirable consejero”, “Dios fuerte”, “Padre eterno”, “Príncipe de paz””. “Sus orígenes se remontan al inicio de los tiempos, a los días de la eternidad”. Isaías 9:6; Miqueas 5:2. Y el Hijo de Dios, hablando de sí mismo, declara: “Jehová me poseía en el principio, ya de antiguo, antes de sus obras. Eternamente tuve la primacía, [...] cuando establecía los fundamentos de la tierra, con él estaba yo ordenándolo todo. Yo era su delicia cada día y me recreaba delante de él en todo tiempo”. Proverbios 8:22-30.
El Padre obró por medio de su Hijo en la creación de todos los seres celestiales. “Porque en él fueron creadas todas las cosas, [...] sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él”. Colosenses 1:16. Los ángeles son los ministros de Dios, que, irradiando la luz que constantemente dimana de la presencia de él y valiéndose de sus rápidas alas, se apresuran a ejecutar la voluntad de Dios. Pero el Hijo, el Ungido de Dios, “la misma imagen de su sustancia”, “el resplandor de su gloria” y sustentador de “todas las cosas con la palabra de su poder”, tiene la supremacía sobre todos ellos. Un “trono de gloria, excelso desde el principio”, era el lugar de su santuario; una “vara de equidad”, el cetro de su reino. “¡Alabanza y magnificencia delante de él! ¡poder y hermosura en su santuario!” “Misericordia y verdad van delante de tu rostro”. Hebreos 1:3, 8; Jeremías 17:12; Salmos 96:6; 89:14.
Siendo la ley del amor el fundamento del gobierno de Dios, la felicidad de todos los seres inteligentes depende de su perfecto acuerdo con los grandes principios de justicia de esa ley. Dios desea de todas sus criaturas el servicio que nace del amor, de la comprensión y del aprecio de su carácter. No halla placer en una obediencia forzada, y otorga a todos libre albedrío para que puedan servirle voluntariamente.
Mientras todos los seres creados reconocieron la lealtad del amor, hubo perfecta armonía en el universo de Dios. Cumplir los designios de su Creador era el gozo de las huestes celestiales. Se deleitaban en reflejar la gloria del Todopoderoso y en alabarlo. Y su amor mutuo fue fiel y desinteresado mientras el amor de Dios fue supremo. No había nota discordante que perturbara las armonías celestiales. Pero se produjo un cambio en ese estado de felicidad. Hubo uno que pervirtió la libertad que Dios había otorgado a sus criaturas. El pecado se originó en aquel que, después de Cristo, había sido el más honrado por Dios y que era el más exaltado en poder y en gloria entre los habitantes del cielo. Lucifer, el “hijo de la mañana”, era el principal de los querubines cubridores, santo e inmaculado. Estaba en la presencia del gran Creador, y los incesantes rayos de gloria que envolvían al Dios eterno, caían sobre él. “Así ha dicho Jehová, el Señor: “Tú eras el sello de la perfección, lleno de sabiduría, y de acabada hermosura. En Edén, en el huerto de Dios, estuviste. De toda piedra preciosa era tu vestidura. [...] Tú, querubín grande, protector, yo te puse en el santo monte de Dios. Allí estuviste, y en medio de las piedras de fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día en que fuiste creado hasta que se halló en ti maldad””. Ezequiel 28:12-15.
Poco a poco Lucifer llegó a albergar el deseo de ensalzarse. Las Escrituras dicen: “Se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor”. Ezequiel 28:17. “Tú que decías en tu corazón: “Subiré al cielo [...], junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, [...] y seré semejante al Altísimo””. Isaías 14:13, 14. Aunque toda su gloria procedía de Dios, este poderoso ángel llegó a considerarla como perteneciente a sí mismo. Descontento con el puesto que ocupaba, a pesar de ser el ángel que recibía más honores entre las huestes celestiales, se aventuró a codiciar el homenaje que solo debe darse al Creador. En vez de procurar el ensalzamiento de Dios como supremo en el afecto y la lealtad de todos los seres creados, trató de obtener para sí mismo el servicio y la lealtad de ellos. Y codiciando la gloria con que el Padre infinito había investido a su Hijo, este príncipe de los ángeles aspiraba al poder que únicamente pertenecía a Cristo.
Ahora la perfecta armonía del cielo estaba quebrantada. La disposición de Lucifer de servirse a sí mismo en vez de servir a su Creador, despertó un sentimiento de honda aprensión cuando fue observada por quienes consideraban que la gloria de Dios debía ser suprema. Reunidos en concilio celestial, los ángeles rogaron a Lucifer que desistiera de su intento. El Hijo de Dios presentó ante él la grandeza, la bondad y la justicia del Creador, y también la naturaleza sagrada e inmutable de su ley. Dios mismo había establecido el orden del cielo, y, al separarse de él, Lucifer deshonraría a su Creador y acarrearía la ruina sobre sí mismo. Pero la amonestación, hecha con misericordia y amor infinitos, solamente despertó un espíritu de resistencia. Lucifer permitió que su envidia hacia Cristo prevaleciera, y se afirmó más en su rebelión.
El propósito de este príncipe de los ángeles llegó a ser disputar la supremacía del Hijo de Dios, y así poner en tela de juicio la sabiduría y el amor del Creador. Para lograr este fin estaba por consagrar las energías de aquella mente maestra, la cual, después de la de Cristo, era la principal entre las huestes de Dios. Pero Aquel que quiso que sus criaturas tuviesen libre albedrío, no dejó a ninguna de ellas inadvertida en cuanto a los sofismas perturbadores con los cuales la rebelión procuraría justificarse. Antes de que la gran controversia iniciara, debía presentarse claramente a todos la voluntad de Aquel cuya sabiduría y bondad eran la fuente de todo su regocijo.
El Rey del universo convocó a las huestes celestiales a comparecer ante él, a fin de que en su presencia él pudiese manifestar cuál era el verdadero lugar que ocupaba su Hijo y dar a conocer cuál era la relación que él tenía con todos los seres creados. El Hijo de Dios compartió el trono del Padre, y la gloria del Ser eterno, que existía por sí mismo, cubrió a ambos. Alrededor del trono se congregaron los santos ángeles, una vasta e innumerable muchedumbre, “millones de millones”, y los ángeles más elevados, como ministros y súbditos, se regocijaron en la luz que de la presencia de la Deidad caía sobre ellos. Ante los habitantes del cielo reunidos, el Rey declaró que ninguno, excepto Cristo, el Hijo unigénito de Dios, podía penetrar en la plenitud de sus designios y que a este le estaba encomendada la ejecución de los grandes propósitos de su voluntad. El Hijo de Dios había ejecutado la voluntad del Padre en la creación de todas las huestes del cielo, y a él, así como a Dios, debían ellas tributar homenaje y lealtad. Cristo había de ejercer aún el poder divino en la creación de la tierra y sus habitantes. Pero en todo esto no buscaría poder o ensalzamiento para sí mismo, en contra del plan de Dios, sino que exaltaría la gloria del Padre, y ejecutaría sus fines de beneficencia y amor.
Los ángeles reconocieron con mucho gozo la supremacía de Cristo, y postrándose ante él, le rindieron su amor y adoración. Lucifer se postró con ellos, pero en su corazón se libraba un extraño y feroz conflicto. La verdad, la justicia y la lealtad luchaban contra los celos y la envidia. La influencia de los santos ángeles pareció por algún tiempo arrastrarlo con ellos. Mientras en melodiosos acentos se elevaban himnos de alabanza cantados por miles de alegres voces, el espíritu del mal parecía vencido; indecible amor conmovía su ser entero; al igual que los inmaculados adoradores, su alma se llenó de amor hacia el Padre y el Hijo. Pero luego se llenó del orgullo de su propia gloria. Volvió a su deseo de supremacía, y nuevamente dio cabida a su envidia hacia Cristo. Los altos honores conferidos a Lucifer no fueron justipreciados como dádiva especial de Dios, y por lo tanto, no produjeron gratitud alguna hacia su Creador. Se jactaba de su esplendor y elevado puesto, y aspiraba a ser igual a Dios. La hueste celestial lo amaba y reverenciaba, los ángeles se deleitaban en cumplir sus órdenes, y estaba dotado de más sabiduría y gloria que todos ellos. Sin embargo, el Hijo de Dios ocupaba una posición más exaltada que él. Era igual al Padre en poder y autoridad. Él compartía los designios del Padre, mientras que Lucifer no participaba en los concilios de Dios. “¿Por qué—se preguntaba el poderoso ángel—debe Cristo tener la supremacía? ¿Por qué se le honra más que a mí?”
Abandonando su lugar en la inmediata presencia del Padre, Lucifer salió a difundir el espíritu de descontento entre los ángeles. Trabajó con misteriosa reserva, y por algún tiempo ocultó sus verdaderos propósitos bajo una aparente reverencia hacia Dios. Comenzó insinuando dudas acerca de las leyes que gobernaban a los seres celestiales, sugiriendo que aunque las leyes fueran necesarias para los habitantes de los mundos, los ángeles, siendo más elevados, no necesitaban semejantes restricciones, porque su propia sabiduría bastaba para guiarlos. Ellos no eran seres que pudieran acarrear deshonra a Dios; todos sus pensamientos eran santos; y errar era tan imposible para ellos como para el mismo Dios. La exaltación del Hijo de Dios como igual al Padre fue presentada como una injusticia cometida contra Lucifer, quien, según se alegaba, tenía también derecho a recibir reverencia y honra. Si este príncipe de los ángeles pudiera alcanzar su verdadera y elevada posición, ello redundaría en grandes beneficios para toda la hueste celestial; pues su objeto era asegurar la libertad de todos. Pero ahora aun la libertad que habían gozado hasta ese entonces concluía, pues se les había nombrado un gobernante absoluto, y todos ellos tenían que prestar obediencia a su autoridad. Estos fueron los sutiles engaños que por medio de las astucias de Lucifer cundían rápidamente por los atrios celestiales.
No se había efectuado cambio alguno en la posición o en la autoridad de Cristo. La envidia de Lucifer, sus tergiversaciones, y sus pretensiones de igualdad con Cristo, habían hecho absolutamente necesaria una declaración categórica acerca de la verdadera posición que ocupaba el Hijo de Dios; pero esta había sido la misma desde el principio. Sin embargo, las argucias de Lucifer confundieron a muchos ángeles.
Valiéndose de la amorosa y leal confianza depositada en él por los seres celestiales que estaban bajo sus órdenes, había inculcado tan insidiosamente en sus mentes su propia desconfianza y descontento, que su influencia no se discernía. Lucifer había presentado con engaño los designios de Dios, interpretándolos torcida y erróneamente, a fin de producir disensión y descontento. Con astucia inducía a sus oyentes a que expresaran sus sentimientos; luego, cuando así convenía a sus intereses, repetía esas declaraciones en prueba de que los ángeles no estaban del todo en armonía con el gobierno de Dios. Mientras aseveraba tener perfecta lealtad hacia Dios, insistía en que era necesario que se hicieran cambios en el orden y las leyes del cielo para asegurar la estabilidad del gobierno divino. Así, mientras trabajaba para despertar oposición a la ley de Dios y por inculcar su propio descontento en la mente de los ángeles que estaban bajo sus órdenes, hacía alarde de querer eliminar el descontento y reconciliar a los ángeles desconformes con el orden del cielo. Mientras fomentaba secretamente el desacuerdo y la rebelión, con pericia consumada aparentaba que su único fin era promover la lealtad y preservar la armonía y la paz.
El espíritu de descontento se había encendido y hacía su funesta obra. Aunque no había rebelión abierta, el desacuerdo aumentaba imperceptiblemente entre los ángeles. Algunos recibían favorablemente las insinuaciones de Lucifer contra el gobierno de Dios. Aunque previamente habían estado en perfecta armonía con el orden que Dios había establecido, estaban ahora descontentos y se sentían desdichados porque no podían penetrar los inescrutables designios de Dios; les desagradaba la idea de exaltar a Cristo. Estaban listos para respaldar la demanda de Lucifer de que él tuviera igual autoridad que el Hijo de Dios. Pero los ángeles que permanecieron leales y fieles apoyaron la sabiduría y la justicia del decreto divino, y así trataron de reconciliar al descontento Lucifer con la voluntad de Dios. Cristo era el Hijo de Dios. Había sido uno con el Padre antes que los ángeles fueran creados. Siempre estuvo a la diestra del Padre; su supremacía, tan llena de bendiciones para todos aquellos que estaban bajo su benigno dominio, no había sido hasta entonces disputada. La armonía que reinaba en el cielo nunca había sido interrumpida. ¿Por qué debía haber ahora discordia? Los ángeles leales podían ver solamente terribles consecuencias corno resultado de esta disensión, y con fervientes súplicas aconsejaron a los descontentos a renunciar de su propósito y a mostrarse leales a Dios mediante la fidelidad a su gobierno.
Con gran misericordia, según su divino carácter, Dios soportó por mucho tiempo a Lucifer. El espíritu de descontento y desafecto no se había conocido antes en el cielo. Era un elemento nuevo, extraño, misterioso e inexplicable. Lucifer mismo, al principio, no entendía la verdadera naturaleza de sus sentimientos; durante algún tiempo había temido dar expresión a los pensamientos y a las imaginaciones de su mente; sin embargo no los desechó. No veía el alcance de su extravío. Para convencerlo de su error, se hizo cuanto esfuerzo podían sugerir la sabiduría y el amor infinitos. Se le probó que su desafecto no tenía razón de ser, y se le hizo saber cuál sería el resultado si persistía en su rebeldía.
Lucifer quedó convencido de que se hallaba en el error. Vio que “justo es Jehová en todos sus caminos, y misericordioso en todas sus obras” (Salmos 145:17), que los estatutos divinos son justos, y que debía reconocerlos como tales ante todo el cielo. De haberlo hecho, podría haberse salvado a sí mismo y a muchos ángeles. Todavía no había desechado completamente la lealtad a Dios. Aunque había abandonado su puesto de querubín protector, si hubiera querido volver a Dios, reconociendo la sabiduría del Creador y conformándose con ocupar el lugar que se le asignó en el gran plan de Dios, habría sido restablecido en su puesto.
Había llegado el momento de tomar una decisión final; él debía someterse completamente a la divina soberanía o colocarse en abierta rebelión. Casi decidió volver sobre sus pasos, pero el orgullo no se lo permitió. Era un sacrificio demasiado grande para quien había sido honrado tan altamente el tener que confesar que había errado, que sus ideas y propósitos eran falsos, y someterse a la autoridad que había estado presentando como injusta.
Un Creador compasivo, deseoso de manifestar piedad hacia Lucifer y sus seguidores, procuró hacerlos retroceder del abismo de la ruina al cual estaban a punto de lanzarse. Pero su misericordia fue mal interpretada. Lucifer señaló la longanimidad de Dios como una prueba evidente de su propia superioridad sobre él, como una indicación de que el Rey del universo aún accedería a sus exigencias. Si los ángeles se mantenían firmes de su parte, dijo, aún podrían conseguir todo lo que deseaban. Defendió persistentemente su conducta, y se dedicó de lleno al gran conflicto contra su Creador. Así fue como Lucifer, el “portaluz”, el que compartía la gloria de Dios, el ministro de su trono, mediante la transgresión, se convirtió en Satanás el “adversario” de Dios y de los seres santos, y el destructor de aquellos que el Señor había encomendado a su dirección y cuidado.
Rechazando con desdén los argumentos y las súplicas de los ángeles leales, los tildó de esclavos engañados. Declaró que la preferencia otorgada a Cristo era un acto de injusticia tanto hacia él como hacia toda la hueste celestial, y anunció que desde ese entonces no se sometería a esa violación de los derechos de sus asociados y de los suyos propios. Nunca más reconocería la supremacía de Cristo. Decidió reclamar el honor que se le debió haber otorgado, y asumir la dirección de cuantos quisieran seguirle; y prometió a quienes entraran en sus filas un gobierno nuevo y mejor, bajo el cual todos gozarían de libertad. Gran número de ángeles manifestó su decisión de aceptarlo como su caudillo. Engreído por el favor que recibieran sus designios, alentó la esperanza de atraer a su lado a todos los ángeles para hacerse igual a Dios mismo, y ser obedecido por toda la hueste celestial.
Los ángeles leales volvieron a instar a Satanás y a sus simpatizantes a someterse a Dios; les presentaron el resultado inevitable en caso de rehusarse. El que los había creado podía vencerlos y castigar severamente su rebelde osadía. Ningún ángel podía oponerse con éxito a la ley divina, tan sagrada como Dios mismo. Advirtieron y aconsejaron a todos que hicieran oídos sordos a los razonamientos engañosos de Lucifer, e instaron a él y a sus secuaces a buscar la presencia de Dios sin demora alguna, y a confesar el error de haber puesto en tela de juicio la sabiduría y la autoridad divinas.
Muchos estaban dispuestos a prestar atención a este consejo, a arrepentirse de su desafecto, y a pedir que se les admitiera en el favor del Padre y del Hijo. Pero Lucifer tenía otro engaño preparado. El poderoso rebelde declaró entonces que los ángeles que se le habían unido habían ido demasiado lejos para retroceder, que él estaba bien enterado de la ley divina, y que sabía que Dios no los perdonaría. Declaró que todos aquellos que se sometieran a la autoridad del cielo serían despojados de su honra y degradados. En cuanto a él se refería, estaba dispuesto a no reconocer nunca más la autoridad de Cristo. Manifestó que la única salida que les quedaba a él y a sus seguidores era declarar su libertad, y obtener por medio de la fuerza los derechos que no se les quiso otorgar de buen grado.
En lo que concernía a Satanás mismo, era cierto que ya había ido demasiado lejos en su rebelión para retroceder. Pero no ocurría lo mismo con aquellos que habían sido cegados por sus engaños. Para ellos el consejo y las súplicas de los ángeles leales abrían una puerta de esperanza; y si hubieran atendido la advertencia, podrían haber escapado del lazo de Satanás. Pero permitieron que el orgullo, el amor a su jefe y el deseo de libertad ilimitada los dominasen por completo, y los ruegos del amor y la misericordia divinos fueron finalmente rechazados.
Dios permitió que Satanás continuara con su obra hasta que el espíritu de desafecto se transformó en una activa rebelión. Era necesario que sus planes se desarrollaran en toda su plenitud, para que su verdadera naturaleza y tendencia fueran vistas por todos. Como querubín ungido, Lucifer, había sido altamente exaltado; era muy amado por los seres celestiales, y su influencia sobre ellos era poderosa. El gobierno de Dios incluía no solo a los habitantes del cielo sino también los de todos los mundos que había creado; y Lucifer llegó a la conclusión de que si pudiera arrastrar a los ángeles celestiales en su rebelión, podría también arrastrar a todos los mundos. Él había presentado su punto de vista astutamente, haciendo uso de sofismas y engaños para lograr sus fines. Su poder para engañar era enorme. Disfrazándose con un manto de mentira, había obtenido una ventaja. Todo cuanto hacía estaba tan revestido de misterio que era muy difícil revelar a los ángeles la verdadera naturaleza de su obra. Hasta que esta no estuviera plenamente desarrollada, no podría manifestarse cuán mala era ni su desafecto sería visto como rebelión. Aun los ángeles leales no podían discernir bien su carácter, ni ver adonde se encaminaba su obra.
Al principio Lucifer había encauzado sus tentaciones de tal manera que él mismo no se comprometía. A los ángeles a quienes no pudo atraer completamente a su lado los acusó de ser indiferentes a los intereses de los seres celestiales. Acusó a los ángeles leales de estar haciendo precisamente la misma labor que él hacía. Su política era confundirlos con argumentos sutiles sobre los designios de Dios. Cubría de misterio todo lo sencillo, y por medio de astuta perversión ponía en duda las declaraciones más claras de Jehová. Y su elevada posición, tan íntimamente relacionada con el gobierno divino, daba mayor fuerza a sus pretensiones.
Dios podía emplear únicamente aquellos medios que fueran compatibles con la verdad y la justicia. Satanás podía valerse de medios que Dios no podía usar: la lisonja y el engaño. Había procurado falsear la palabra de Dios, y había tergiversado el plan de gobierno divino, alegando que el Creador no actuaba con justicia al imponer leyes a los ángeles; que al exigir sumisión y obediencia de sus criaturas, buscaba solamente su propia exaltación. Por lo tanto, era necesario demostrar ante los habitantes del cielo y de todos los mundos que el gobierno de Dios es justo y su ley perfecta. Satanás había fingido que procuraba fomentar el bien del universo. El verdadero carácter del usurpador, y su verdadero objetivo, debían ser comprendidos por todos. Debía dársele tiempo suficiente para que se revelara por medio de sus propias obras inicuas.
La discordia que su proceder había causado en el cielo, Satanás la atribuía al gobierno de Dios. Todo lo malo, decía, era resultado de la administración divina. Alegaba que su propósito era mejorar los estatutos de Jehová. Por consiguiente, Dios le permitió demostrar la naturaleza de sus pretensiones para que se viera el resultado de los cambios que él proponía hacer en la ley divina. Su propia labor había de condenarle. Satanás había dicho desde el principio que no estaba en rebeldía. El universo entero había de ver al engañador desenmascarado.
Aun cuando Satanás fue arrojado del cielo, la Sabiduría infinita no lo aniquiló. Puesto que solo el servicio inspirado por el amor puede ser aceptable para Dios, la lealtad de sus criaturas debe basarse en la convicción de que es justo y misericordioso. Por no estar los habitantes del cielo y de los mundos preparados para entender la naturaleza o las consecuencias del pecado, no podrían haber discernido la justicia de Dios en la destrucción de Satanás. Si se le hubiera suprimido inmediatamente, algunos habrían servido a Dios por temor más bien que por amor. La influencia del engañador no habría sido anulada totalmente, ni se habría extirpado por completo el espíritu de rebelión. Para el bien del universo entero a través de los siglos sin fin, era necesario que Satanás desarrollara más ampliamente sus principios, para que todos los seres creados pudieran reconocer la naturaleza de sus acusaciones contra el gobierno divino y para que la justicia y la misericordia de Dios y la inmutabilidad de su ley quedasen establecidas para siempre.
La rebelión de Satanás había de ser una lección para el universo a través de todos los siglos venideros; un testimonio perpetuo en cuanto a la naturaleza del pecado y sus terribles consecuencias. Los resultados del gobierno de Satanás y sus efectos sobre los ángeles y los hombres demostrarían el resultado inevitable que se obtiene al desechar la autoridad divina. Darían testimonio de que la existencia del gobierno de Dios entraña el bienestar de todos los seres que él creó. De esta manera la historia de este terrible experimento de la rebelión iba a ser una perpetua salvaguardia para todos los seres santos, para evitar que sean engañados acerca de la naturaleza de la transgresión, para salvarlos de cometer pecado y sufrir sus consecuencias.
El que gobierna en los cielos ve el fin desde el principio. Aquel en cuya presencia los misterios del pasado y del futuro son manifiestos, más allá de la angustia, las tinieblas y la ruina provocadas por el pecado, contempla la realización de sus propios designios de amor y bendición. Aunque haya “nubes y oscuridad alrededor de él; justicia y juicio son el cimiento de su trono”. Salmos 97:2. Y esto lo entenderán algún día todos los habitantes del universo, tanto los leales como los desleales. “Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectos. Es un Dios de verdad y no hay maldad en él; es justo y recto”. Deuteronomio 32:4.
Patriarcas y Profetas
Elena White
¿No es el amor de Dios maravilloso e inexplicable?
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